miércoles, 23 de diciembre de 2015

Un ángel por Navidad


Con motivo de las fiestas navideñas, la escritora Alexia Marx y yo, unidas por nuestra amistad y por el amor que procesamos hacia la literatura, hemos creado este pequeño cuento. A través de sus palabras queremos agradecer todo el apoyo que nos dais, que siempre impulsa a ir hacia delante.
"Un ángel por Navidad" ha sido desarrollado a modo de experimento, una lo comenzó y la otra lo acabó solamente partiendo del título.
La portada ha sido realizada por Paola Paños.
Espero que lo disfrutéis.
¡Feliz Navidad!



                                                 PRÓLOGO
   
           Sophie colocó con delicadeza las ramas más altas de su árbol de Navidad. Era el primero de la familia Colin y necesitaba que quedara perfecto. Mientras, Rose jugaba con los adornos navideños aventurándose a metérselos en la boca, fuera, el invierno daba ya algún que otro quebradero de cabeza. Durante las últimas semanas, París se había cubierto por una gruesa capa de nieve. Los telediarios lo habían bautizado como el temporal Adriane.
Sophie miró su reloj; tan solo contaba con una hora para terminar con toda la decoración.


Su vida podía parecer de cuento hadas, o al menos era lo que se rumoreaba por su barrio de toda la vida: la hija de los Casanova se había casado con un francés apuesto y vivía en un piso frente a la Torre Eiffel. ¿Qué más se podía pedir? Pero su día a día resultaba mucho menos glamuroso. En ocasiones, ir a comprar al supermercado de la esquina podía terminar pareciendo toda una aventura. Se esforzaba cada día por mejorar su francés pero todavía le quedaba un camino largo. «Aprender un idioma requiere tiempo y paciencia», solía decirle Paul.
Si no fuera por él, aunque la ciudad la invitara a pasear y a descubrir sensaciones nunca encontradas, jamás hubiera terminado viviendo tan lejos de los suyos. Recordó entonces el rostro amargo de su mejor amiga cuando le confesó que dejaba el barrio y se marchaba a vivir a París. Paul había revolucionado su vida por completo. Desde que llegó, ya no sentía que fuera la misma mujer.
Mientras jugaba a distribuir coherentemente las últimas ramas, el recuerdo de sus primeros meses juntos la visitó como solía hacerlo de vez en cuando. Aquel ejercicio, la ayudaba a refrescar lo afortunada que era por haber conocido a Paul.
 Para aquel entonces, Sophie regentaba una humilde librería familiar de literatura clásica. Si llegaban a  siete ventas diarias, su padre lo celebraba abriendo una botella de vino barato que había comprado por tres euros en el supermercado. Aquella escasez de clientela lo estaba llevando por la calle de la amargura y comenzaba a pensar si realmente deberían cerrar para siempre. La generación posterior, la de Sophie y Renata, era distinta. Gozaban de un espíritu renovador y veían en la librería Hamlet un camino hacía la innovación. «Papá hay que renovar. Tenemos que vender los grandes best seller de ahora. La celestina ya no tiene mucho tirón», solía decirle Sophie. Pero era difícil cambiar la mentalidad de un hombre enamorado de la literatura de otros tiempos. Entonces llegó Paul, con su maletín de cuero roído por el tiempo y unas gafas de pasta redondas. Había prometido pasarse una vez al mes para recoger un pedido especial con las grandes obras de la literatura española. El padre de Sophie casi lloró cuando hizo cuentas. Aquel desconocido de acento francés lo había salvado.
Paul había crecido enamorándose cada día más de la cultura española y hablaba el idioma a la perfección. En busca de nuevos enfoques que dar a sus clases de Literatura Española en la Universidad de París, terminó en aquel cuchitril. La belleza tierna de Sophie no pasó inadvertida para el joven profesor, quién esperó a la visita del mes siguiente para proponerle una cena con la intención de conocerla.
La llama entre ellos se expandió tan rápido como lo hacía el amor de dos adolescentes. Y al tercer mes, Paul trajo consigo un anillo de pedida. Ya no podía vivir sin ella, nunca más.
Tiempo después, cuando Sophie rememoraba esas tardes en la librería junto a su padre y a Paul, se contaban entre los recuerdos más vividos que conservaba.
Rose la trajo de vuelta a la realidad cuando intentó ponerse en pie y terminó cayendo entre los adornos navideños.
—    Pequeña, pero ¿qué haces? — Sophie se acercó y la abrazó mientras su hija se ahogaba entre llantos—. Mira ves, ¿ves esa torre de ahí? Tu abuelo se muere por subirla. Y yo me muero de ganas de que vengan. ¿Te portarás bien? Todos van a venir a verte a ti. Te quejaras, ehh— Rose paró de llorar. Le encantaba cuando su madre la acercaba a la ventana y le mostraba la Torre Eiffel. Desde su escaso campo de visión rutinario, apenas podía alcanzar a ver las copas de los árboles. A veces, fingía que le dolía la tripa para que su madre o su padre la acercaran a la ventana y la viera, siempre iluminada.  

Elvis ladró. Parecía que tuviera un despertador en su cabeza. Cada día, a las seis de la tarde, se plantaba a los pies de la puerta principal a la espera de la llegada de Paul. Lo hacía con puntualidad religiosa. De ese modo, Sophie sabía qué hora era. Pero aquel día se alarmó al mirar el reloj de nuevo. Eran las seis y media. «Elvis, hoy me has fallado», le susurró mientras lo acariciaba. Aquel bulldog francés no entendió lo que su ama le estaba diciendo pero su instinto le gritaba que algo no iba bien.
Después de varias horas, Sophie cogió el teléfono y marcó el número de su despacho. Se escucharon siete tonos hasta que la llamada se ahogó.  Volvió a intentarlo unas tres veces más pero finalmente desistió. Elvis permaneció sentado en el recibidor durante las últimas horas. No se movió un ápice aunque su rostro reflejaba no estar conforme con aquella situación.
El reloj de la pared del salón cantó las diez de la noche y Sophie comenzó a impacientarse. Miró a través de la ventana con la esperanza de verlo llegar. Cada vez que escuchaba el sonido lejano de un coche, rápida, se precipitaba contra el cristal. Pensó en llamar a su madre para que la calmara como solía hacer cuando la angustia la visitaba. Pero no lo hizo. En su lugar, se sentó junto al árbol de Navidad y abrazó a Rose. La abrazó como si se tratara de Paul. Entonces, como un regalo bajado del cielo, el teléfono sonó por fin. « ¡Paul!», pensó Sophie mientras corría para descolgar la llamada.
—    ¿Hola? ¿Paul?
—    ¿Hablo con la señora Colin?
—    Así es, ¿quién es?
—    Mi nombre es Caroline— Sophie no reconoció su nombre.
—    ¿En qué puedo ayudarla?
—    La llamo desde el Hospital Necker— Entonces lo comprendió. Algo no iba bien—. Señora Colin, ¿sigue ahí? Me gustaría que se sentará un momento por favor.
—    ¿Por qué? ¿Por qué debería de hacerlo?
—    Verá, su marido ha sufrido un accidente esta misma tarde…
—    ¿Está bien? ¿Se encuentra bien?
—    Lo siento. No hemos podido hacer nada por él, señora Colin. Ha llegado en estado de máxima gravedad. Ha sido imposible... — Aquellas palabras recorrieron cada centímetro de su cuerpo hasta que terminaron dispersándose como las semillas de grano arrojadas en el campo. El teléfono se deslizó por sus manos temblorosas hasta caer en el suelo enmoquetado.
—    ¿Sigue ahí? ¿Señora Colin? — Sophie no respondió. Sorprendentemente no perdió los papeles ni se puso a llorar escandalosamente. Se quedó sentada en el suelo, mientras unas tímidas lágrimas se precipitaban por sus mejillas. Su vida, tal y como la había conocido, había muerto con él, con el amor de su vida. Rose sonreía al otro lado del salón, el árbol de Navidad estaba terminado y las luces se encendían y apagaban.

                                               CAPÍTULO I


Sophie observó el piso vacío. Más allá del cristal, la Torre Eiffel le devolvía la mirada, despidiéndose para siempre de ella. En aquel instante, la ventana se abrió y una fuerte corriente heladora la abofeteó. Pero Sophie permaneció quieta, con la mirada perdida.
—    ¡Sophie! Por el amor de Dios, ¿Sabes el frío que hace? Y la niña ahí al lado— su madre corrió a cerrar la ventana y empujó las cortinas. La torre desapareció entre los visillos; jamás volvería a adornar su salón—. ¿Has terminado de recoger?
—    Sí mamá. Está todo en el coche. ¿Me puedes dejar unos minutos a solas, por favor? En seguida bajo.
—    Claro mi vida. Tómate tu tiempo. Papá, Rose y yo estamos abajo.
Respiró profundamente mientras acariciaba el colgante de ámbar que Paul le había regalado las pasadas navidades.
—    ¿¡Te tenías que ir así!? — gritó, recorriendo con la furiosa mirada el vacío salón—.  Ni siquiera recuerdo cómo me despedí de ti. Estaba medio dormida. ¿Fui cariñosa? Creo que te dije: «Haré pavo para cenar». ¡Qué estupidez más grande! Sé que estas cosas ocurren todos los días y lo siento si suena egoísta pero ojalá le hubiera pasado a otra persona. Y ¿si hubieras salido cinco minutos antes?   ¡¡No puedes!! ¿¡Me oyes!? ¡No puedes dejarme así! Tenemos una hija, toda la vida por delante. Yo te quiero ¿qué hago ahora con todo eso? ¡Dime! — Cayó al suelo y lloró—. ¿Recuerdas la última discusión que tuvimos? Fue por un estúpido nórdico más grande. Tú decías que te gustaba que fuera corto porque hacía que me pegara más a ti. A mí me parecía ridículo tener que pasar frío en los pies por ese motivo. Te juro que dormiría sin nórdico ni manta durante mil noches si así regresaras. Me gustaría poder seguir discutiendo por ver a quién le toca sacar a Elvis a pasear. El pobre no se aparta de la entrada. Papá ha tenido que sacarlo a rastras— de repente se levantó y se acercó a la ventana dejando escapar nuevas lágrimas. Apartó la cortina de un manotazo y colocó la palma de la mano en el cristal. Sollozando arremetió contra la ventana, con un angustioso puñetazo—.  Me voy a ir. Sé que a veces cuando nos enfadábamos te amenazaba con irme. Nunca pensé que así lo haría. Te quedas aquí con tu familia. Tú madre se ha empeñado. Pero estarás siempre junto a mí. Paul, te extraño tanto… No sé cómo voy a hacer para pasar el resto de mi vida sin ti— respiró profundamente como si intentara reunir la suficiente fuerza como para dejar atrás el apartamento y su torre—. Me tengo que ir ya. Me están esperando— arrastró la mano por la mesa del salón donde solía dejarle el taper de la comida y el sándwich de jamón y queso para el almuerzo. Todo aquello había terminado y le tocaba volver a casa como lo hacen las adolescentes después de los campamentos de verano—. Adiós, Paul. Te querré toda mi vida—a continuación bajó la mirada y caminó hacia la salida. Si no lo hacía ahora, no lo conseguiría jamás. Echó una última mirada y abandonó la vida que se había erigido allí.
—    Bueno, tenemos un camino largo por delante— dijo su padre al verla llegar, mientras se frotaba la manos para calentárselas. Rose dormía ya en su sillita cuando el coche arrancó.
—    Papa vámonos ya. Me quiero ir ya a casa— conforme se alejaban del apartamento, Sophie sintió como perdía todo su corazón sin poder hacer nada al respecto. Contempló por última vez a la Torre Eiffel y al fin, desapareció entre el bullicio de los edificios. Todo parecía haber sido un sueño. La única prueba que demostraba que Paul había existido en su vida era Rose, su hija.  Entonces recordó el día que le trajo el anillo a la librería, dos años atrás:
—    ¡Sophie! ¡Sophie! ¿Dónde está Sophie? — gritó Paul al tiempo que abría la puerta de la librería.
—    Tranquilo hijo, que te va a dar un ataque. Está en el trastero, preparando tu pedido.
—    ¿Puedo pasar? Necesito enseñarle algo.
—    Claro que puedes. No hace falta que me pidas permiso para todo— la cara amigable del padre de Sophie se despegó del libro de El Quijote—. Esto es verdadera literatura. ¿Sabes cuántas veces me lo he leído? Siete veces, y sigue hipnotizándome como si fuera la primera. Anda baja, ella se alegrará de tu noticia— a continuación le guiñó un ojo. Paul bajó tan rápido las escaleras que terminó perdiendo el equilibrio. Su cuerpo se precipitó contra una pequeña mesa de roble emitiendo un fuerte estruendo.
—    ¡Qué pasa ahí fuera! — Sophie se asomó desde la puerta del almacén y observó a Paul tumbado intentando reincorporarse.
—    ¡Santo cielo Paul! ¿Estás bien? — él la miró como si contemplara el diamante más valioso del mundo.
—    Ahora sí lo estoy— Paul alargó el brazo para acariciar las cálidas manos de Sophie.
—    Mira que eres señoritingo. Anda, levanta.
—    No, quiero que estemos así.
—    ¿Aquí, en el suelo?
—    ¿Por qué no? Sophie, te he extrañado muchísimo— ella sonrió. La vida le había enseñado a permanecer reservada y nunca mostrar todas sus cartas, pero Paul hacía que se le deshiciera el alma y que los tobillos le flaquearan—. Se me hace muy duro separarme de ti cada mes. A veces me imagino que vives a mi lado; que paseamos por los parques y salimos a cenar un miércoles entre semana.
—    Es muy bonito todo eso Paul.
—    Espera. Lo digo en serio. No pretendo regalarte los oídos. Lo digo de corazón. No quiero volver a separarme de ti.
—    Paul, sabes lo que hay. Aceptaste salir conmigo y sabías lo que suponía. Yo vivo aquí. Mi vida está aquí.
—    Tu vida está junto a mí Sophie. Te voy a querer toda la vida con la misma intensidad que lo hago hoy. Jamás me fijaré en otra mujer que no seas tú. Quiero que te vengas conmigo.
—    Paul, para.
—    No paro. Quiero que te cases conmigo.
—    Paul, esas cosas son muy serias. No lo puedes decir por el calentón del momento.
—    ¿Calentón? No, si yo ahora no estoy... Bueno ya sabes...
—    Es una forma de hablar. Esas decisiones hay que meditarlas mucho. Comprar un anillo y hacerlo en condiciones.
—    El anillo lo tengo y qué mejor forma de hacerlo que aquí, donde te conocí.
—    ¿Perdón?
—    Sí, tengo el anillo— explicó Paul mientras se metía las manos en el bolsillo—. Bueno, lo tenía—masculló palpándose la chaqueta, pero Sophie se le adelantó arrebatándoselo a pocos metros de él.
—    Lo dices en serio. Quieres casarte conmigo, ¿¡conmigo!? Podrías estar con quien quisieras.
—    Por eso estoy contigo. Sophie, sé que no hay nadie mejor para mí que tú. Te quiero y te querré siempre. Y es una locura porque sólo han pasado tres meses desde que nos conocimos, pero te adoro. Tú eres la mujer de mi vida, déjame ser el hombre de la tuya.—la miró intensamente, aguardando su respuesta. Ella agrandó los ojos tras sus palabras y luego fue dibujando una sonrisa en su precioso rostro.
—    Pues yo… De acuerdo. Sí, hagámoslo. ¿Por qué no?
En aquel momento se odió a sí misma por no haber sido más cariñosa cada segundo, de cada minuto, de cada hora que pasó a su lado.

  —  Sophie.
—    ¿Si mamá?
—    Todo pasará. En esta vida para bien o para mal todo pasa.
—    Bueno está claro que todo pasa. Mira como estoy ahora.
—    Sé que estás mal.
—    Mal no es la palabra.
—    Pero las personas somos capaces de superarlo todo.
—    Déjalo mamá. Aún no estoy en la fase de escuchar esos discursos. Me apetece seguir sintiéndome desgraciada y hundida.
—    Hija.
—    ¡Mamá déjalo ya!
—    Vale, si yo te dejo pero no olvides que tienes una hija.
—    Descuida— Sophie era consciente de las buenas intenciones que tenía su madre pero simplemente no se sentía con fuerzas para escuchar ningún discurso moral sobre lo que era capaz de hacer el hombre. Para ella, el hombre era el culpable de la muerte de su marido—. ¿Por qué?
—    ¿Qué cariño?
—    ¿Por qué me ha tenido que pasar a mí? — preguntó desgarrada. Su madre no respondió—. Ese maldito hombre sigue vivo mientras que mi marido está muerto. Y todo porque a ese desgraciado le dio igual coger el coche con siete copas de más. ¿Eso es justicia?
—    Sophie, ese individuo va a cargar con la muerte de Paul toda la vida.
—    Igual que lo voy a hacer yo. Siempre he sido responsable. Nunca he fumado, nunca he bebido más de la cuenta, jamás he cogido el coche cuando he salido con mis amigas, y resulta que aunque haya hecho las cosas bien, el mundo me regala esto. ¡Ale, trágatelo! Ojalá se pudra en la cárcel. Pero jamás pasará. Saldrá de rositas porque la justicia es así. Dime mamá, ¿hay justicia para mí?
—    Desde luego que no.
—    ¡Claro que no! —chilló.
—    Sophie baja el tono, vas a despertar a Rose.
—    No me da la gana. ¡Qué he hecho yo para merecer esto! — Rose comenzó a llorar pero Sophie la ignoró.
—    Sophie por favor, haz caso a tu hija— Sophie siguió mirando a través de la ventana los pequeños instantes perfectos de las vidas de los demás mientras su madre se retorcía todo lo que podía desde el asiento delantero para alcanzar a la pequeña.
—    Ya está Rose, ya está—musitó.
Nadie habló más durante las siguientes siete horas de viaje, como si hubieran pactado no hacerlo.
El sonido del claxon hizo que Renata saliera a la puerta. Se moría de ganas por abrazar a su hermana y disculparse por no haber podido acudir al entierro de Paul. Un mensaje de texto de su madre la alertó de las circunstancias delicadas que traían: «Ten cuidado con lo que le dices a tu hermana. Está muy nerviosa».
Después de varias maniobras, el padre de familia consiguió meter el coche en un diminuto espacio que había quedado entre una furgoneta y la motocicleta de Alex. Sophie abrió la puerta y antes de colocar el primer pie en tierra española, su hermana Renata ya se había abalanzado sobre ella.
—  ¡Cómo te he echado de menos, Sophie! Lo siento muchísimo. Sabes que Paul era como un hermano para mí. Aún no me lo puedo creer— su madre la fulminó con una mirada que decía: «menos mal que te he mandado un mensaje».
— Gracias Renata. ¿Me dejas salir del coche? — Sophie no se sentía con ánimo para aguantar a nadie y menos a su hermana y sus comentarios del tipo:  «Qué fuerte tía, es que te cambia la vida...» —. Mamá creo que me voy a ir directa a mi cuarto. ¿Puedes encargarte de Rose?
— Claro mi vida. Mañana ya recogeremos todo. Tu padre creo que también se va directo a la cama. Ha sido un viaje muy largo.
Sophie ni si quiera se despidió de la niña, quien ahora reía en brazos de su tía, ajena a todo lo que estaba sucediendo.
Alex observó cómo la joven entraba en casa con la mirada perdida entre los cordones de sus zapatos. No la conocía oficialmente pero sentía que compartía el dolor de la familia por la pérdida de aquel hombre. Caminó por su habitación dubitativo ¿Debería salir y presentarse? ¿Quizás fuera mejor al día siguiente? El sonido de un portazo hizo que todas sus dudas se desvanecieran.
El padre de Sophie andaba siempre canturreando historias sobre su hija a la que tanto añoraba. De este modo, Alex, sin conocerla, no podía evitar sentir que Paul era un hombre afortunado. «Ojalá hubiera llegado antes», solía decirse. Pero ahora y aunque por fin iba a conocer a la famosa Sophie, deseaba que las circunstancias fueran otras.

                                                      ***

Mientras la oscuridad se ahuecaba a su alrededor, centró su mirada en las estrellas que se podían observar a través de la ventana que su padre construyó cuando Sophie tan solo era una niña. Entonces lo recordó; todas las noches, antes de dormir, buscaba la estrella que más brillaba y le preguntaba cómo sería su vida dentro de diez años. Lo que nunca se imaginó fue que después de esos diez años, estaría en la misma cama con la misma duda. Volver a España, a su hogar y sin Paul, le hacía pensar que como una pesadilla, regresaba al mismo punto de partida. Acarició el colgante de ámbar y cerró los ojos deseosa por encontrar algo de calma en aquella tormenta. «Mañana será otro día», pronunció con un nudo en la garganta.
—    ¡Sophie! Estoy aquí. Cariño, no me he ido ¡Sophie, por favor, escúchame! —intentó tocar el rostro que tenía ante sí, pero su mano la traspasó. Asustado dio un grito y se apartó. «Merde», vociferó. ¿Qué estaba pasando?
—  Paul, déjalo, nadie te puede ver ni oír— una voz tosca y áspera, de esas de las que invita a soñar entre pesadillas, se pronunció. Paul saltó del golpe y dio una vuelta sobre sí mismo. ¿Quién había dicho eso?


                                          CAPÍTULO II

Bajó decidida las escaleras mientras escuchaba el lejano titubeo de las frases procedentes de la cocina. Había despertado hambrienta; Quizás varios días sin probar bocado eran suficientes para martirizar a su cuerpo. Abrió la puerta y todas las voces se apagaron.
—  Podéis seguir hablando. Ni que fuera Hitler— su madre se levantó de la silla y se dirigió hacia ella para dedicarle un cariñoso abrazo. No había nada peor para una madre que saber que su hija se estaba muriendo de dolor.
—    ¿Qué tal has dormido mi vida?
—    Bien—contestó sin detallar más; la noche había sido revuelta, pero no tenía ganas de contarlo.
—    Anda siéntate. Que te voy a preparar algo de desayunar. ¿Qué te apetece?
—    Cualquier cosa. Me basta con lo que estáis comiendo vosotros— respondió apática. Luego se acomodó en una silla y clavó los ojos en Alex.
—    ¿Y tú quién eres?
—    Sophie, esos modales— le regañó su hermana.
—    Soy Alex el...
Sophie gimió indignadísima y sin poder evitarlo, volvió a la carga.
—    ¿Qué? ¿Pero qué dices? — apoyó las manos en la mesa y miró a su hermana echando chispas, antes de dirigir la vista hacia el extraño—. ¿Así que he sido maleducada contigo? — preguntó con sorna al atractivo invitado.— ¿Cómo has dicho qué te llamabas?
—    Alex, mi nombre es Alex.
—    No contestes—  le espetó Renata—. Tranquilízate Sophie, que aquí nadie te está faltando al respeto.
—    Tranquilízate tú. Creo que no he dicho nada que pudiera resultar ofensivo.
—    No ha sido eso, si no las formas.
—    Alex me echa una mano en la librería. Con Renata en la universidad y tú en París... Necesitaba ayuda. Se alojará un tiempo en esta casa hasta que encuentre un apartamento adecuado, es lo menos que puedo hacer por él— explicó su padre con la intención de calmar el ambiente.
—    Pues ya no necesitas a ningún ayudante. Ya he vuelto a casa, como el turrón por Navidad—se carcajeó burlonamente. Su hermana golpeó la mesa con el puño.
—    Pero... ¿De qué vas? ¿Crees que por qué lo estás pasando mal tenemos que aguantar tus impertinencias? Todos hemos perdido a Paul y eso no nos hace comportarnos injustamente entre nosotros.
Sophie rio con amargura.
—  Así que, según tú, todos hemos perdido a Paul. Por favor Renata, no me hagas reír. ¡Tú no tienes ni idea! ¿Me oyes? Ni idea de lo que siento. No puedes ni intuirlo— a continuación se levantó y se marchó de la cocina no sin antes dar un portazo que hizo que el calendario de la Virgen del Pilar cayera al suelo.
—  Bravo Renata, bravo. ¿No podías quedarte calladita? — protestó su madre estampando la sartén contra los fogones.
Alex perdió sus pensamientos entre los cereales que flotaban en su taza. ¿Aquella era la Sophie de la que se había quedado prendado platónicamente? Las contraindicaciones de dejarse llevar por lo que dicen los demás eran obvias; la realidad siempre terminaba decepcionando. Movió la cabeza desechando sus pensamientos y alejó de sí el contenido del desayuno. Carraspeó y se dirigió al cabeza de familia:
—  Creo que voy a adelantarme a abrir la librería si no te parece mala idea Marco.
—  Desde luego hijo, puedes hacer lo que te parezca— Marco suspiró profundamente. Jamás imaginó que su hija predilecta podría llegar a comportarse de ese modo. Sophie, la niña de sus ojos, se estaba perdiendo y él sentía que no podía ayudarla. Aún no había llegado el momento.
Alex salió de la cocina y asió las llaves que colgaban de un pequeño mueble detrás de la puerta principal.
—  Siento que hayas tenido que presenciar ese espectáculo. No era mi intención ofender a nadie— Alex se ruborizó. Aunque esa voz provenía de alguien a sus espaldas, sabía quién era. Se trataba de Sophie.
—  Más lo siento yo— dijo mientras miraba hacia atrás—. Siento de corazón todo lo que te está pasando.
— Gracias.
— Puedes pasarte cuando quieras por la librería. Sé todas las ideas que tenías para reformarla... Creo que te gustaría ver en qué se ha convertido. Aunque tu padre sigue pensando que está decepcionando a Cervantes. El Quijote de la Mancha ha dejado de ser el libro estrella.
— Pobre papá— expresó con media sonrisa. La primera que Alex veía en ella. Se sintió conmovido, «qué hermosa es», pensó. Admiró sus ojos verdes y desvió su mirada por esos mechones doradas que caían al descuido por sus hombros. Embobado observó cómo una lágrima solitaria danzaba por su rostro —. Quizá me pase, pero hoy no. Yo… — sujetándose el rostro con las manos corrió hacia las escaleras. Alex escuchó su llanto y sintió que su corazón se encogía de pena. Quiso perseguirla y acunarla entre sus brazos. Pero no hizo nada de ello. En cambio dio media vuelta y salió de la casa.

                                                       ***

— ¿¡Qué está pasando!? —expresó Paul mientras observaba impotente los desgarradores sollozos de su mujer. Se sentía como un inútil, a su lado, pero sin poder consolarla. ¿Por qué lo ignoraba? Era como si no lo viese… ¿Y cuándo habían regresado a España? Confuso volvió a llamarla con fuerza. Y de nuevo, nada.
—    ¿Qué es lo último que recuerdas?
—    ¡La voz! — buscó por toda la habitación, más no vio a nadie—  ¿Quién eres, dónde estás?
—    Eso no importa. ¡Respóndeme, Paul! ¿Qué es lo último que recuerdas?
—    ¿Lo… lo último? — Paul se acarició la barba— Había terminado de trabajar e iba de camino a casa…
—    Ven conmigo—  lo interrumpió. La casa de la familia Casanova se desvaneció entre la niebla y apareció un pasillo largo parecido al de un hospital.
—    ¿Hola? ¿Paul?
—    ¿Hablo con la señora Colin?
—    Así es, ¿quién es?
—    Mi nombre es Caroline.
—    ¿En qué puedo ayudarla?
—    La llamo desde el Hospital Necker, Señora Colin ¿sigue ahí? Me gustaría que se sentará un momento por favor.
—    ¿Por qué? ¿Por qué debería de hacerlo?
—    Verá, su marido ha sufrido un accidente esta misma tarde.
—    ¿Está bien? ¿Se encuentra bien?
—    Lo siento. No hemos podido hacer nada por él señora Colin. Ha llegado en estado de máxima gravedad. Ha sido imposible... ¿Sigue ahí? ¿Señora Colin?
Una figura totalmente de negro se materializó frente a Paul.
—    ¿Lo entiendes ahora? — Paul no contestó— No pueden verte ni oírte porque... Ya no estás en su mundo.
—    ¿Dónde estoy? ¿Qué es todo esto?
—    Estás muerto y esto es lo que hay tras la muerte.
—    ¿Un pasillo?
—    Por el momento sí. De ti depende permanecer aquí para siempre.
—    Pero no puedo hacer nada.
—    Te equivocas. Puedes cambiarlo todo.
—    ¿Puedo volver con ella?
—    No, eso no. Puedes ayudarla. Mi trabajo es mostrarte las opciones que tienes.
—    Sea claro por favor. No entiendo nada de nada— Paul se desabotonó el principio de su camisa de cuadros, le faltaba la respiración. ¿Cómo podía sentirse tan vivo cuando, en realidad, estaba muerto? No podía estar muerto.
—    Verás, tuviste muy mala suerte. Un borracho se saltó un semáforo y su coche chocó contra el tuyo. Así fue. Aunque te llevaron al hospital, entre tú y yo, no había nada que hacer. Tenía tu caso en mi oficina desde hace mucho tiempo.
—    ¿Quién eres tú?
—    Todo el mundo me teme. Habláis de mí constantemente con desprecio, siempre. Lo que no sabéis es que yo, amigo, no soy quien os mata. Sois vosotros.
—    Eres... ¡La muerte!
—    Siempre pensé que eras realmente listo. Te aseguro que intenté cambiarlo. Intenté con brío y ganas que no fueras tú la víctima de ese accidente. Pero, todo está escrito con tinta permanente— Paul suspiró amargamente—. No temas, él tendrá su castigo pronto. Si es eso lo que quieres, claro.
—    Desde luego que sí.
—    Ese es mi chico. Pero no olvides algo: fue un accidente. Ahora mismo, ese pobre borracho se pondría en tu lugar sin pensárselo dos veces. Pronto lo verás.
—    Me has dicho que puedo cambiarlo todo...
—    Sí. Puedes ayudar a cambiar la vida de los demás.
—    Pero eso no modifica mi situación
—    Sí lo hace. Estar en este lugar puede ser sólo un tránsito. ¿No te gustaría conseguir tus alas?
—    Yo sólo quiero regresar con mi familia.
—    ¡No puedes! — gritó el encapuchado—. No, ya no. Verás, tu muerte prematura va a cambiar muchas cosas. El destino ha querido que así fuera. Había tres opciones para ti. En la primera, morías a los siete años ahogado con un caramelo. Pero sobreviviste porque un vecino te ayudó. En la segunda, morías en un accidente aéreo pero Sophie aceptó tu proposición de matrimonio y te salvó. La tercera... Bueno, ya sabes cuál era.
—    ¿Estaba destinado a morir desde los siete años?
—    Hay gente que sí. Ese era tu caso.
—    ¿Y Sophie?
—    Sophie es algo completamente distinto. Le queda una vida larga pero llena de amargura. Lo que me hace pensar que hay cosas peores que morir.
—    Sorpréndeme.
—    Vivir muriéndote.
—    Todos vivimos muriéndonos.
—    No. Todos vivís mientras os acercáis a la muerte. Pero hay quien vive estando muerto. De ti depende que le suceda eso a tu Sophie.
—    ¿Qué hay de Rose?
—    Todavía no ha llegado su informe.  De todos modos, no me está permitido dar ese tipo de información, pero... siempre te he tenido aprecio. El caso, amigo, es el siguiente. Si ayudas a tu mujer y a tu hija a ser felices, conseguirás tus alas.
—    ¿Y para qué querría yo esas alas?
—    Pues para ser su ángel de la guarda, ahora debes protegerlas desde aquí. O bueno, puedes ignorarlas y quedarte conmigo, me vendría bien un ayudante.
—    No lo entiendo, dices que eres la muerte pero vas por ahí ayudando a la gente a convertirse en ángeles.
—    Crees que no tiene sentido porque en las películas os han pintado una historia diferente, allí son los ángeles quienes os reciben y ayudan a pasar el umbral. Pero las cosas son bien distintas aquí arriba, amigo. Soy yo el que se encarga de esos menesteres, además de acompañaros en vuestros últimos minutos de vida. Los del cielo están demasiado ocupados para estas cosas. Créeme, este trabajo no está remunerado lo suficiente.
—    Ah, ¿pero te pagan?
—    Bueno, no como tú piensas—sonrió—. Cada día me envían una nueva alma a la que ayudar, ellos deciden quién ha de morir. Luego yo los visito y los acompaño si se quedan atrapados, como tú. Así que estás a tiempo o ayudas a Sophie o te quedas conmigo, pero decide ya que tengo mucha prisa, hay otros esperando mi visita.
—    ¿Cómo voy a hacer que su dolor se vaya? ¡No puedo! Me quiere y sufre por mi pérdida— el otro lo miró sorprendido y soltó una carcajada.
—    Como las hadas ¿no? — rio— con la varita adecuada... No, no me refería a eso. Puedes ayudarla con actos y con fe. Ella también tiene derecho a rehacer su vida.
—    ¡Quieres que la ayude a que conozca a otro hombre! —explotó indignado.
—    Si eso es lo que le haría feliz... Aunque dudo que así lo fuera. Va más allá de a quién pueda conocer. Necesita volver a disfrutar de las pequeñas cosas, de los detalles y de los libros, ¿por qué no? Ella ama los libros. Te aseguro que si no la ayudas jamás volverá a escribir ni a leer nada. ¿Quieres que te enseñe cómo va a ser su vida a partir de ahora? Te lo puedo mostrar. ¿Estás preparado?

     
                                               CAPÍTULO III

El llanto de un bebé despertó a una sudorosa Sophie, que todavía sentía el corazón desbocado a causa de las pesadillas que la habían asolado durante horas. Miro el reloj de su mesita de noche y suspiró. Eran las cuatro. Tomó un vaso de agua y afinó el oído. Oyó la voz de su madre entonando una canción de cuna en la habitación de al lado, donde insistió en poner a Rose, pues necesitaba privacidad y la pequeña de casi ocho meses no se la daba.
Sophie miró fijamente la puerta y apartó las sábanas, pero de pronto pensó en Paul. Él siempre mecía a Rose cuando lloraba durante la noche, él le cantaba… Las lágrimas acudieron a sus ojos y volvió a acurrucarse en la almohada mientras dejaba salir su pena. Olvidó el sufrimiento de su hija y se centró en el suyo. Ahora mismo no se sentía capaz de consolar a su pequeña. Sintió un escalofrío y se ocultó bajo las mantas.
Paul se sentó en el borde de la cama y observó con tristeza a su mujer. Ella siempre fue muy fuerte y ahora… Alargó la mano y acarició el mechón que había escapado de la prisión de las sábanas. Acercó sus labios y la besó en la cabeza oculta mientras le prometía:
«Volverás a ser feliz, mon amour»

Traspasó la puerta y se encaminó hacia la habitación de al lado. Su suegra, sentada en una silla frente a la cuna, abrazaba a Rose mientras le cantaba:


¿Estrellita dónde estás?
Me pregunto quién serás.
En el cielo o en el mar,
un diamante de verdad.
¿Estrellita dónde estás?
Me pregunto quién serás.

—    Sí, mi pequeño querubín—susurró Ana a su ya dormida nieta—allí en el cielo está tu padre, convertido en estrella, él os protegerá, ¿y sabes qué? Estoy segura que ayudará a tu mamá y muy pronto mi Sophie regresará a tu lado porque tú eres lo más importante de su vida, pequeña. Aunque ahora mismo no lo recuerde…
Paul contempló los humedecidos ojos de su suegra y una furia lo invadió. ¡Pero qué le pasaba a Sophie! ¡Debía reaccionar! Había pasado un mes, por el amor de Dios. Rose la necesitaba. Decidido dio media vuelta y se adentró en el cuarto de su esposa. Había llegado el momento de poner las cartas sobre la mesa, si Sophie quería guerra, él se la daría. Pero la batalla era suya, pues la felicidad de sus dos grandes amores estaba en juego y jamás consentiría perder.
Sophie despertó de golpe al escuchar un sonido aterrador. La ventana se había abierto de par en par y todos los papeles de su escritorio volaron por la habitación. Corrió a cerrarla y luego se agachó a recoger el desastre provocado por el viento. Extrañada comprobó que un libro yacía entre aquellas libretas y hojas garabateadas con sus antiguos poemas. ¿Cómo había llegado hasta allí?
Lo recogió y lo abrió al azar. De repente, una inexplicable brisa movió las páginas hasta una que conocía muy bien.
Hablo y el corazón me sale en aliento
Si no hablara lo mucho que quiero me ahogaría.
Con espliego y resinas perfumo tu aposento.
Tú eres el alba, esposa. Yo soy el mediodía.
—    Paul…—sintió un nuevo escalofrío y sonrió. En ese preciso instante lo percibía junto a ella, recordándole esas líneas de Miguel Hernández, las mismas que le puso en la tarjeta que acompañaba al ramo que le regaló tras el nacimiento de su hija.
 Abrazó el viejo libro y por primera vez en muchos días, consiguió dormir profundamente.

                                                     ***

—    ¡Papá! ¿Dónde está Rose? —Sophie entró en la cocina y se sentó junto a su padre, que ya estaba acabando su desayuno.
—    Tú madre se la ha llevado de compras—le guiñó un ojo—. Menudo peligro tienen esas dos, ¿eh? —su hija no le devolvió la sonrisa y él carraspeó, dispuesto a mantener la conversación que había postergado durante semanas— Sophie, no puedo imaginar cuánto estás sufriendo, pero…
—    ¿Tú también papá? —su mirada dolida, lo conmovió.
—    Yo sólo…
—    Déjalo. Mira, me marcho a la librería. Quiero ver cómo va el negocio, ¿te pasarás luego?
—    ¿En serio? —el rostro de su padre se iluminó—. Emm… Sí, claro. En una hora iré. Alex ya está allí. Te veo luego, cariño—la besó en la mejilla y salió de la cocina silbando, pues si algo podía ayudar a su hija eran los libros.
Sophie apretó los labios, enfadada. ¿Por qué tenía que meter el tal Alex las narices en su librería? Ahora que había regresado, no se le necesitaba. Bien, ya que él parecía ignorar el hecho, se encargaría ella. Lo pondría de patitas en la calle hoy mismo.

                                                     ***

Alex salió del pequeño almacén justo cuando Sophie entraba por la puerta.
—    ¡Has venido!—exclamó animado.
—    Pues claro. Es la librería de mis padres, ¿recuerdas? Todos tenemos que echar una mano—respondió con voz agria y cargada de mofa.
—    Bueno, ¿quieres que te muestre cómo hemos organizado los géneros?
—    No gracias, sé arreglármelas sola.
—    Como quieras. Pues estaré dentro si me necesitas.
—    ¿Y qué haces allí?
—    Llevo la contabilidad. Hoy me he puesto con el papeleo atrasado.
—    ¿¡Qué!? ¿Quién te crees que eres para meter mano en las cuentas de mi padre?
—    Sophie, tranquilízate, por favor. Fue tu padre el que me pidió que asumiese esa tarea, dice que a él le aburre demasiado—le sonrió, intentando apaciguarla—. Y la verdad es que a mí no me importa encargarme de los números.
—    No, claro que no. De hecho, hasta te beneficia, ¿verdad?
—    Puedes comprobar cuanto quieras Sophie, si así te quedas más tranquila. Pero te aseguro que no necesito aprovecharme de la bondad de tu padre, lo ayudo porque quiero hacerlo.
—    Ya, eres un alma caritativa—rio burlonamente—. No dudes en que voy a revisarlo todo, hasta la letra pequeña.
—    ¿Por qué me tratas de ese modo? —inquirió él; acercándose peligrosamente a su rostro— No te he hecho nada, al revés me preocupo por ti y siento profundamente el dolor que la muerte de tu marido te ha causado.
—    ¡¡Ni se te ocurra hablar de él!! —estalló iracunda.
—    ¿Por qué? ¿Acaso sólo tú puedes pronunciar su nombre? ¿No te das cuenta de lo que estás haciendo con tu vida? Despierta Sophie y supéralo, antes de que sea demasiado tarde.
—    ¿¡Superarlo!? —casi se atragantó con la palabra—. ¿Cómo se puede superar la pérdida de la persona más importante de tu vida?
—    ¡Pensando en todos aquellos que te rodean y te quieren! ¿Es que no ves cómo sufre tu madre? Pienso que deberías…
—    Me importa muy poco lo que tú pienses. Y ten por seguro que no voy a olvidarme de Paul, él…
—    ¡Él está muerto, Sophie!, ¡muerto! Y no regresará por mucho que te encierres en tu cuarto a llorarle. Tienes una hija preciosa a la que ignoras por completo. Una familia que te quiere, ¿no te das cuenta? Sophie, mira a tu alrededor, hay mucho por lo que vivir, no te consumas por alguien que ya no está. Mereces ser feliz de nuevo, no dejes que el sufrimiento te llene de amargura. Él se avergonzaría si te viese así, estoy seguro.
—    ¡¡Cállate!! —lo abofeteó totalmente fuera de sí— No vuelvas a hablar de él, estúpido. ¡Qué sabrás tú! Sólo eres un muerto de hambre que se aprovecha de la bondad de mi familia. Paul era mucho más hombre de lo que tú serás jamás y no eres quién para juzgarme. Un ayudante de pacotilla que a su edad lo único que ha conseguido en la vida es ser un fracasado. No me des lecciones porque no tienes ni idea de lo que es perder a un ser querido.
Alex apretó los puños y la miró echando chispas.
—    Para mi desgracia, lo sé muy bien—dijo con voz controlada antes de dar media vuelta y salir de la tienda.
—    ¡Sophie! ¿Qué le has dicho a Alex? Acabo de cruzarme con él y estaba enfadadísimo. Dice que se marcha de la casa. ¿Se puede saber qué ha pasado aquí? —su padre entró en la librería y la increpó con la mirada.
—    Por fin te he librado de ese idiota, papá. Le he cantado unas cuantas verdades y se ha ido con el rabo entre las piernas.
—    Oh, no. ¿Qué le has dicho exactamente?
—    Que era un fracasado y que abusaba de vuestra hospitalidad. Papá eres una buena persona y ese tipejo lo sabe, por eso ha estado aquí alojado durante meses, manejando tus cuentas. Apostaría lo que fuese que te roba.
Marco meneó la cabeza y bajó la mirada.
—    Me avergüenzo de ti, muchacha. La Sophie que yo crie era una mujer honorable que nunca hablaría así de nadie. Quiero que vayas a ver a Alex y le pidas perdón.
—    No lo haré.
—    Lo harás porque ese joven al que tú has insultado de mil maneras se ha dejado la piel por este negocio y lo ha hecho crecer como nunca imaginé en los últimos meses, desde que llegó a nuestras vidas. Alex es informático y ha digitalizado todo nuestro catálogo. Y casi todas nuestras ventas provienen de la web. Al principio, confieso que fui reacio al cambio, pero una vez que me convenció comprobé de primera mano los excelentes resultados y me animé a seguir tu consejo. Comenzamos a vender vía online libros de otros géneros, manteniendo la esencia de la literatura clásica sólo en la tienda física. Y el resultado fue extraordinario, ya no tendré que cerrar, Sophie y todo, por Alex.
—    ¿Cómo va a ser informático y trabajar de ayudante aquí?
—    No necesita el dinero, hija. Tras acabar sus estudios universitarios decidió viajar al extranjero y después de probar en varios trabajos se le ocurrió crear una aplicación que si no entendí mal ayuda a los jóvenes a encontrar empleo y alojamiento. Una especie de red social que auxilia a todo aquel que inicia una nueva vida fuera de su país. No sé, sabes que no entiendo mucho de esos temas, pero él me contó que le ofrecieron mucho dinero y la vendió.
—    ¿Y cómo acabó aquí?
—    Un día se presentó en la librería para comprarle un clásico a su madre. Le estaba recomendando varios títulos cuando le sonó el móvil… Su madre y su hermana tuvieron un accidente. Ninguna de las dos sobrevivió.
—    ¿Y el padre?
—    Murió cuando era niño.
—    Vaya…Yo…No lo sabía…—las lágrimas rodaron por su rostro. ¡Qué injusta había sido con él! Desde que regresó a casa pagó con Alex su dolor, por ser él el que estuviese viviendo entre los Casanova y no su Paul. Se arrepintió, ¿la perdonaría alguna vez? Su padre ignoró el tormento que cruzaba por su cara y continuó la historia.
—    Paseaba un día por el parque cuando lo volví a ver. Solo, en un banco. Me acerqué y me senté a su lado. No sé por qué le hablé de ti, le conté varias anécdotas de tu infancia. Al final rio y me dijo que le recordabas a su hermana. Aquel día tomé la mejor decisión de todas, le propuse un cambio de aires. Nunca creí que aceptaría hasta que lo vi entrar por la puerta, de eso hará ya seis meses. Entre todos nos esforzamos para verle sonreír porque eso es lo que hace la familia, hija, apoyarse en los peores momentos. Nosotros te queremos muchísimo y sufrimos con tu dolor. Déjanos ayudarte.
—    Papá… ¡Lo siento!
Sophie rompió a llorar desconsolada por Alex, Paul y por ella misma. Su padre abrió los brazos y ella se refugió en ellos dejando salir toda la pena que acumulaba dentro.

                                                       ***

Ana sacaba el carrito de la panadería cuando la dependienta la llamó vociferando. ¡Qué despistada, se había dejado el monedero! Abrió la puerta de cristal y dio unos pasos hacia el mostrador, recogiendo su dinero. De reojo vigiló el carrito que permanecía fuera. De pronto, varias mujeres entraron en el establecimiento y se cruzaron en su campo de visión, asustada se giró e intentó buscar a su nieta. Disculpándose las apartó y llegó hasta la puerta. Entonces, soltó un chillido y se desmayó. Rose no estaba.
Paul conducía el cochecito a gran velocidad mientras hacía carantoñas a su pequeña, que sí podía verle. Para el resto, el carrito descendía cuesta abajo movido por la fuerza del viento. Se oyeron algunos gritos, pero por suerte nadie intervino. Minutos después llegó a su destino y paró el carro. Había preparado concienzudamente aquel plan, ¡no podía fallar! Se puso un dedo en la boca e indicó a su pequeña que guardase silencio, sin embargo, Rose comenzó a reír divertida.
Margarita salió de su casa, acompañada de Zeus, su perro, cuando se percató del carro de bebé que estaba frente a su puerta. Intrigada se acercó y abrió el saquito marrón dejando al descubierto el rostro de un angelito de unos ocho meses que balbuceaba y sonreía. Su corazón palpitó. Recorrió la calle con la mirada, esperando que alguien apareciese reclamando a la niña, más nadie se presentó.
—    ¿Qué haces aquí solita, pequeña? —el bebé la miró con sus grandes ojos marrones y soltó una risita confiada. Margarita se enterneció. Un escalofrío la recorrió y decidió protegerla del frío—. ¿Qué te parece si entramos a Zeus y luego tú y yo vamos a buscar a tu familia? —Rose rio a modo de respuesta. Margarita le acarició la mejilla y experimentó un anhelo, estaba tan sola… Durante años no le importó, pues su trabajo de maestra la colmaba por completo, pero tras la jubilación comenzó a sentir cierta melancolía, sobre todo, en las fechas navideñas. No tenía familiares cercanos, por lo que pasaba la Nochebuena en compañía de Zeus. Sin embargo, algo le decía que ese año las cosas serían diferentes…
—    Eso es jugar sucio, Paul—dijo una voz a su lado, no se giró a mirarle, pues sabía bien quién era.
—    Quizá sea cruel, pero sólo quiero que Sophie reaccione y ésta es la única forma. Necesita recordar cuán importante es Rose en su vida.
—    Bueno, para mi gusto es un poco radical, pero como dice el refrán: en el amor y en la guerra todo vale. A este paso conseguirás las alas antes de lo previsto, vaya mala suerte la mía—protestó.
—    ¿Es que tengo que ajustarme a un tiempo?
—    Pues verás… En realidad no, pero…—carraspeó incómodo—. Hice una apuesta con Gabriel…
—    ¡No puedo creérmelo!
—    Lo siento, amigo. No pude resistirme, parecía una ganancia segura, pero te aseguro que pagaré con gusto con tal de verte esas alas cuanto antes.
Paul lo miró con el ceño fruncido y luego siguió a Margarita al interior de su casa.


                                             CAPÍTULO IV

Sophie respiró hondo. ¿Cómo iba a enfrentarse a él? Armándose de valor acercó los nudillos a la puerta y dio varios golpecitos. Aguardó unos segundos hasta que escuchó su voz desde el interior preguntando:
—    ¿Quién es?
—    Alex, soy… soy Sophie. ¿Podemos hablar? —silencio—. Sólo te robaré unos minutos…—ansiosa esperó su respuesta, se retorció las manos mirando impaciente la entrada de la habitación. Finalmente, aceptando su derrota, dio media vuelta. Se acercaba a las escaleras cuando escuchó un sonido tras ella.
—    Sophie—una voz procedente de la puerta la hizo volver— ¿qué quieres ahora? ¿Es que no te ha bastado con lo de antes? Si lo que querías es que me marchase, pues bien, eso haré.
—    ¡No! —corrió a su encuentro. Cuando lo tuvo frente a ella, alzo sus húmedos ojos hacia él—. He sido una estúpida y lo siento. La muerte de Paul…—tragó saliva—. ¡Jamás pensé que podría sucederme algo así! Un día lo tenía todo, y al siguiente... Sé que tú no eres responsable de nada, pero al llegar aquí y verte cómodamente instalado en esta casa sentí rabia. Tú eres el que bromea con mi padre, el que desayuna cada mañana en esta casa y cuida de mi familia, tú eres todo lo que Paul ya no será.
—    Sophie yo…
—    ¡Déjame acabar, por favor! —lo cortó—Mi padre me ha contado tu historia y lamento profundamente tu pérdida. Entiendo cómo te has sentido porque es lo mismo que experimento yo cada vez que abro los ojos cada mañana. He sido muy dura e injusta contigo, pero confío en que algún día puedas perdonarme. Y si ese momento llegase me gustaría mucho empezar de cero. ¿Quién sabe? Quizá hasta lleguemos a ser buenos amigos—se mordió el labio y le sonrió vacilante. Luego, siguiendo un impulso se acercó a él y le besó la mejilla. Alex se sorprendió y justo cuando iba a reaccionar un lamento angustioso proveniente de la entrada de la casa, lo paralizó.
—    ¡Es Ana! —gritó.
—    ¡Oh, Dios mío! ¿Qué habrá pasado? —sus ojos se agrandaron presa del miedo— ¡Espero que Rose esté bien!
Sophie se acercó a las escaleras y bajó rauda. Se dirigió al salón, seguida de Alex y asistió asustada a la desesperación de su madre. La pobre gimoteaba entre sollozos, su mirada recorrió el lugar y buscó a su hija. El corazón se le disparó, algo le había pasado a Rose. En ese instante miró al cielo y no rogó por el regreso de Paul, como solía hacer, esta vez suplicó que su niña volviese sana y salva a casa, pues sin ella, estaba perdida.

                                                       ***

Margarita sintió un escalofrío al observarla. Su manita estaba extendida hacia delante, como si estuviese llamando a alguien y reía gustosa mientras miraba a un punto fijo, donde realmente no había nadie. ¿Podrían realmente los bebés ver almas perdidas? ¡Qué tontería!, pensó. La pobre niña estaba alegre y ella especulaba sobre fantasías. Miró al angelito y sus ojos se plagaron de lágrimas. No quería desprenderse de ella, pero debía hacer lo correcto. Posiblemente alguien sufría por su pérdida.
—    Bueno, pequeña, ¿vamos a buscar a tus papás?
Asió con fuerza el carro y salió a la calle, en dirección a la comisaría.

                                                        ***

Sophie lloraba en silencio, mientras observaba a través de la ventana del coche a los transeúntes. La gente caminaba distraída, ajena al tormento interior que ella sufría. «Rose, Rose, Rose…», sollozó  angustiada. ¡Cómo pudo ser tan egoísta! Si algo le pasaba… No podía pensarlo, no se atrevía. Había ignorado durante más de un mes a su preciosa niñita, enfrascada en su propio agujero. Antepuso su dolor a ella y jamás se lo perdonaría. «Paul, mi amor, ayúdala. No dejes que le suceda nada malo, juro que si regresa a mis brazos, no la soltaré jamás. Ella lo es todo para mí. Puedo vivir sin ti aunque me duela, pero no sin ella », pronunció interiormente mientras sus tristes ojos se perdían entre el iluminado cielo de diciembre.
—    Tranquila, Sophie. La encontraremos, te lo prometo—le dijo Alex, apoyando una mano en su rodilla. Había insistido en acompañarla y se negó a dejarla conducir en su estado. Tras varias vueltas a la barriada la convenció para acudir a la Policía. Y allí estaban, camino a la comisaría.
Giró el rostro hacia la calle justo cuando sus ojos se toparon con un carrito que conocía a la perfección. ¡Rose!
—    ¡Alex, para! ¡Es ella, es Rose!
—    ¿Dónde? —preguntó siguiendo su mirada.
—    Allí. ¿Ves su cochecito? Es ese, el rojo con las ruedas marrones, el que conduce la señora de pelo blanco.
Alex puso el intermitente y frenó. Sophie salió disparada del vehículo gritando el nombre de su hija. Avasalló a la anciana cuando le dio alcance.
—    ¿Conoce a la niña? —inquirió Margarita cuando la joven rubia intentó coger al bebé.
—    Por supuesto, es mi hija—respondió algo brusca, por los nervios acumulados en esa última hora.
—    Discúlpeme, señora, pero ¿cómo podría estar segura? No se lo tome a mal pero esta muchachita apareció en mi puerta, nadie vino a buscarla y supuse que la habían abandonado. Nos dirigíamos a la comisaría a denunciar su pérdida cuando usted apareció ante nosotras. Con esto no quiero decir que no me alegre su presencia, pero sepa que no le entregaré a la niña a menos que me demuestre que es suya. No me gustaría cometer ninguna imprudencia que impidiera que, en efecto, encuentre a su familia.
—    ¡Le digo que es mi hija! ¿Qué no me ve? ¿Casi me da algo cuando supe que había desaparecido?
—    ¿Qué pasó? —demandó Margarita, más apaciguada. Lo cierto es que la mujer parecía la madre, dada la desesperación que leyó en su rostro minutos antes y la alegría que mostró al observar a la chiquilla.
—    Mi madre se llevó a Rose a comprar, olvidó el monedero en la panadería y pasó a recogerlo un segundo, pero bastó ese tiempo para que mi hija desapareciese. Quizá el viento empujase el carrito calle abajo o no sé… No lo sé, lo único que puedo decirle es que agradezco que fuese usted quien la cuidase. ¿Tiene hijos? Veo que se le dan bien.
—    No, pero he sido maestra toda la vida. Los niños me encantan.
—    Sophie—intervino Alex, quien hasta entonces había permanecido callado, escuchándolas—. ¿No tienes una fotografía de las dos? Así esta buena señora se quedará tranquila y podremos regresar a casa. Tu madre me ha mandado diez whatsapps, dice que no respirará de nuevo hasta que tenga a su nieta entre los brazos.
—    Haremos algo mejor, ¿tiene usted prisa, señora…?
—    Margarita, llámeme Margarita.
—    Bien, yo soy Sophie y por favor tutéeme, después de todo es usted mi heroína. Pues Margarita, ¿le apetecería acompañarnos a casa? A mi madre le encantaría darle las gracias en persona, la pobrecita ha sufrido mucho con la desaparición. Bueno, si es una inconveniencia dígamelo, sé que hoy es un día algo ajetreado para todos…
—    Para mí no, vivo sola y la Nochebuena la paso así. No hago muchas compras el día anterior, pues sólo estamos Zeus, mi perro, y yo.
—    ¡Pero eso no puede ser! No permitiré que vuelva a pasar la Navidad sola, usted cenará con nosotros este año. ¿Verdad, Rose? —la niña rio encantada cuando su madre la cogió en brazos y la besó por toda la cara. Luego la miró con sus grandes ojos marrones y soltó:
—    ¡Mamá!
Sophie abrió la boca, sorprendida. ¡Su primera palabra! Echó a llorar encantada y abrazó a su pequeña prometiéndole que nunca la volvería a separar de su lado. Todo el camino de vuelta le repitió una y otra vez cuánto la quería.

                                                       ***

Paul observaba la escena desde la distancia. ¡Qué felices se veían todos! Los Casanova al completo, acompañados de Margarita y Alex disfrutaban de la cena de Nochebuena en familia. Una lágrima rodó por su mejilla, era el momento de decir adiós. Fijó su mirada en el precioso rostro de su esposa que sonreía al bebé que tenía encima y la llama del amor volvió a encenderse en su corazón. Siempre la amaría, pero Sophie debía continuar con su vida, quería para ella una felicidad plena. Contempló al joven que la miraba de reojo y suspiró, algo celoso. Algún día cuando el dolor de su esposa se mitigase Alex ocuparía su lugar. Sonrió, en el fondo (muy en el fondo) le gustaba la idea. Si Sophie tenía que volver a sonreír, qué mejor que con Alex.
—    Bueno, amigo, ha llegado el momento—formuló una voz a sus espaldas.
—    ¿Tan pronto?
—    Vamos, hombre, que no es tan malo. Y te has ganado unas preciosas alas—se acercó un paso y le puso la mano en el hombro—. Ella es feliz Paul y lo seguirá siendo. Estarán bien, te lo prometo. Además, no tienes por qué alejarte de ellas, ahora deberás cuidarlas pero lo harás desde allá arriba—señaló al cielo—. ¿Estás preparado?
Paul sonrió y asintió con la cabeza.
—    Lo estoy—declaró. Entonces una imponente luz apareció ante él y una paz infinita lo embriagó. Atraído como un imán se acercó al destello y se introdujo en él, sintiéndose extrañamente feliz.

                                                           ***

Sophie se acercaba a su cuarto cuando cambió de idea, sus pasos la condujeron a la habitación de Alex. Quería darle las gracias por cuanto había hecho por ella desde el día anterior. Al llegar, tocó suavemente. Y tras unos segundos de espera, él abrió.
Los ojos de Sophie se desviaron hacia la cama y giró el rostro, con la sorpresa reflejada.
—    ¿Y esa maleta? ¿Te marchas? Si es por lo que dije…
—    No, no te preocupes. En realidad llevaba un tiempo dándole vueltas. Necesito alejarme de todo, Sophie. Al igual que tú, yo también he perdido a mis seres queridos y una parte de mí no se ha repuesto. Ambos necesitamos curar nuestras heridas antes de pensar nada más—la miró intensamente—. Me alegro de haberte conocido. Eres tal y como imaginé.
—    Gracias. Yo… Siento que no hayas visto lo mejor de mí, esta no ha sido una buena época. Mis padres se apenarán, te aprecian mucho, Alex.
—    Lo sé, por eso me iré esta noche, cuando todos duerman—se acercó a la cama y recogió un sobre—. Iba a dejarlo en la cocina, pero ¿podrías entregárselo a tu padre por mí? Ahí le explico todo y le agradezco la hospitalidad que me ha brindado estos últimos meses.
—    Claro, lo haré.
—    Gracias.
—    ¿Escribirás al menos? —lo miró sintiendo que una vez más la pérdida la rondaba.
—    Por supuesto, ahora vosotros sois mi familia—ella le sonrió y se acercó a él. Lo abrazó y se separó girándose justo cuando él la besó fugazmente.
—    Lo siento—se disculpó—. No debí hacerlo.
—    Es… Es demasiado pronto para mí.
—    Lo sé. Olvidémoslo, sólo ha sido un beso de despedida—Sophie asintió. A continuación se alejó de él y se dirigió hacia la puerta.
—    Alex—le preguntó de espaldas, reuniendo el valor necesario.
—    ¿Sí?
—    ¿Volveremos a vernos? —Se giró lentamente y lo descubrió sonriendo. Alex admiró sus delicadas facciones, imprimiéndoselas en la memoria. ¡Qué bella era! Una parte de sí mismo se negaba a marchar, pero era necesario. Debía recorrer su propio camino, curando a su paso las heridas que aún permanecían sangrantes en su interior.
—    Lo haremos—sentenció. Y así era, algún día volvería. Sophie necesitaba tiempo para sanar su corazón.


                                                 EPÍLOGO

Dos años después…

El bullicio volvió a formar parte del hogar de los Casanova. Era Nochebuena y todos se reunían bajo la mesa para celebrar en familia la festividad. Margarita, Ana y Marco, colocaban los últimos adornos, mientras Sophie transportaba la comida de la cocina. Renata y Alonso, su novio, jugaban con la pequeña Rose.
La puerta sonó.
—    ¿Quién es mamá? — preguntó Sophie.
—    Pues no lo sé cariño, lo cierto es que no esperaba a nadie más. Puede que sea algún vecino en busca de una cosa de última hora. ¿Puedes abrir?
—    Claro, iré yo.
Sophie se alejó de la mesa, inconsciente de la mirada cómplice que compartieron sus padres. Se acercó a la entrada y justo cuando abría el torbellino que tenía por hija pasó por su lado, perseguida por Renata,  haciéndola trastabillar. Dos fuertes brazos la asieron por la cintura impidiendo que cayese al suelo. Al alzar el rostro vio ante ella los atractivos rasgos de Alex y el corazón le dio un vuelco. Él le sonrió al tiempo que Sophie se dejaba engatusar por la sutil fragancia que viajaba desde el joven directo hacia ella.
—    ¿Sabes que estamos bajo el muérdago? —Sophie siguió su mirada y sonrió admirando la rama verde—. Según la tradición celta si una pareja se besa bajo la planta atrae suerte y amor para el hogar.
—    ¿Y tú crees en esas leyendas?
—    Pues no lo sé, pero ya que estamos aquí. ¿Qué te parece si lo comprobamos? —susurró, mientras sus labios descendían sobre los de la joven.


Me despido con un villancico que os regalo para endulzar vuestros corazones navideños



2 comentarios:

  1. ¡Hola! Te he nominado al Best Blog. Espero que disfrutes tanto como yo con esta nominación. Aquí te dejo las bases:

    http://alexiamarsromantica.blogspot.com.es/2015/12/nominada-al-best-blog.html#more

    ResponderEliminar
  2. http://alexiamarsromantica.blogspot.com.es/2015/12/nominada-al-best-blog.html

    ResponderEliminar